Anoche murió un gran amigo.
Ante tal noticia quedé confundido y por un momento dudé si dispersar la noticia diciendo que había muerto un amigo, o que había muerto otro amigo. Lo cierto es que entre el mar de pensamientos, no podía parar de llorar: Otro más.
Otro para anexar al anecdotario de experiencias, aprendizajes y vivencias, que cada día hay menos gente con quién compartir: ¿Con quién vamos a platicar si se han ido tantos?
No me parece normal que las personas de alrededor de 50 años hayamos perdido… ¿la mitad? ¿la tercera parte? de los cómplices que nos han acompañado en los diferentes momentos, trayectos y aventuras de nuestra vida.
Esta vez no supe como compartirlo, así que decidí callarlo y contarlo a la menor cantidad de gente posible porque, parecería ser que nuestros muertos sólo son nuestros cuando hay consanguineidad o amasiato de por medio y aún quienes consideramos nuestra familia voluntaria, miran exagerado llorar por un amigo: “Uno más”.
Tanta muerte y tanto dolor de una época nos ha insensibilizado y por ello, no deja de dar vueltas en mi cabeza la frase de una psicóloga hace muchos años, cuando le comenté que abriría mi orientación sexual a mi familia, y ella respondió con una sola frase: “Toma en cuenta que lo que se calla, no duele”.
Fui instruido para callar mi orientación sexual porque le dolería a mi padre y a mi madre, callar mi sexualidad porque insultaría a mi familia, callar mis romances porque molestaría a mis vecinos, callar mis amores porque ofendería a la sociedad y ahora, ¿también quieren que calle a mis muertos?
Lo que se calla no duele para los demás pero aquí, en el corazón, duele y lastima.
Y me duele Willy, un niño de 19 años, que en los inicios de la pandemia, aun sin tratamientos, cargaba con sus botes por toda la ciudad para ir colectando su orina, esperanzado de curarse con una vacuna. Me duele Adrián, quien se perfilaba al estrellato en su carrera y que no alcanzó a verter probablemente, ni la quinta parte de su talento. Me duele Armando, quien una tarde lloraba en una mezcla de desconsuelo el ira y gritaba al viento que esto no lo iba a matar. Me duele Esteban, quien después de haber sido el más popular y más amiguero, murió solo en el cuarto de atrás de la casa de sus padres. Me duelen Miguel Ángel, y Carlos y Enrique y Sergio y César y David y el otro Carlos y Arturo y el otro Arturo y otro Arturo más… tantos y tantos, que lejos de borrarse de nuestros recuerdos, han quedado cubiertos por los nuevos nombres y rostros que cada tanto engrosan las filas, porque este mal sueño no ha terminado pero los demás, los vivos, los que quedamos, nos engañamos pensando que la crisis ha sido superada.
No voy a dar lecciones de prevención, ni de Derechos Humanos, ni clases de Educación Sexual: Hay mucha gente haciendo lo suyo en esos temas: Quiero hablar de memora y aprendizaje, de cómo nos tuvimos que lanzar a los hospitales, a las casas y departamentos de nuestros amigos, a rescatarlos de sus cuartitos de azotea donde sus parientes los tenían en las peores condiciones para que se murieran pronto y reclamar el patrimonio que nuestros amigos habían construido desde el peor desamparo porque habían sido expulsados por esa misma parentela quince, veinte o veinticinco años atrás y no habían tenido contacto alguno desde entonces.
De cómo curamos sus heridas, los aseamos, los cambiamos, los consolamos, haciendo turnos porque a veces, el personal de los hospitales se negaba a entrar en contacto con ellos, de cómo nos corrieron de tantos funerales y tuvimos que inventar nuestra manera de despedirnos; de cómo nuestra agenda telefónica se fue haciendo más delgada o más tachada, o de plano hubo que cambiarla porque de tanto borrón, ya era ilegible o se rompía.
Estos pequeños detalles debían haber sucedido sólo en tiempos de guerra o de grandes epidemias, y nos tocó vivirlo en silencio porque “lo que se calla no duele”; y entonces, apechugamos todo el dolor para evitar que les doliera a los demás.
Desde el inicio de la pandemia, el silencio fue el gran enemigo y lo sigue siendo, no sólo en el tema del VIH, sino en el tema de la sexualidad que, nos guste o no, al estar focalizado, los prejuicios vienen de la mano, pero el sistema todo carcome y nos obliga a callar, de manera que ahora hay leyes que castigan a quien revele el estado serológico (específicamente en cuanto a VIH) de alguna persona, y no es que esta ley esté mal, sino que se refuerza el estigma porque en México, el VIH/SIDA no es considerado un mal generalizado, sino una enfermedad de “hombres que tienen sexo con hombres” , que en círculo vicioso, el estigma se reforzará mientras haya ese silencio que guardamos para protegernos del estigma.
“Lo que se calla no duele” a los demás, pero a nosotros nos destruye por dentro y por ello es importante levantar la voz, como comenzó a hacerse hace 40 años y hablar directamente de nuestras orientaciones y preferencias: de nuestras felicidades y nuestras tristezas, de nuestro gozo y nuestro dolor; así: duro, seco y al hocico, no porque queramos molestar ni agredir a nadie, sino porque si nos quedamos callados, terminaremos hinchándonos hasta reventar y más que eso: este neo-silencio; este neo-clóset que se está re configurado a partir de un sistema que, desde la decencia, la obediencia respetuosa y la necesidad urgente por encajar en la sociedad, pueden estar impactando en las nuevas generaciones, quienes escondidos en el anonimato de las ciudades, poco les parece importar apropiarse de una postura política.
Y pareciera ser que aun los colores de la Diversidad han optado por callar. En mi humilde acervo fotográfico de las Marchas del Orgullo LGBT+, veo una importante disminución en el número, los colores, las formas y la originalidad de los disfraces que se han ido sustituyendo con vestuarios y modas convencionales en un evento donde el disfraz representa la autenticidad y la irrepetibilidad de la persona y que mientras va desapareciendo, nos deja ver una masa de gente uniforme no muy distinta a lo que podemos encontrar saliendo del metro a horas pico o un domingo en las calles peatonales del centro de cualquier ciudad, formada por gente que vive vidas planas, y que no tiene problemas para vivir en silencio.
Yo si tengo problemas para vivir en silencio porque ya no quiero que haya “uno más”, ¡Ni uno!
Llegamos a este punto de molesta tolerancia, de semi-apertura, de Derechos Humanos, de un asomo de visibilidad pero el precio ha sido enormemente alto y es hora de hacer un balance porque tenemos la obligación moral de capitalizar todas esas vidas, todas esas sonrisas, e historias y anécdotas que ya no están, y que deberán traducirse en inversión para el logro de una sociedad tan incluyente, que se atreva toda a no guardar silencio y en la que podamos celebrar todas las preferencias y prácticas, sexuales, amorosas o amistosas basadas en el reconocimiento y la celebración del otro en tanto un ser distinto, capaz de elegir sus preferencias y su identidad.
Si. Me duele mi amigo, como me han dolido tantos otros y los honro a todos a partir de no guardar silencio.