Hace, quizá un par de meses, escuche por primera vez de un maravilloso corto cinematográfico llamado «In a Heartbeat», realizado por un par de estudiantes de cine a manera de tesis para su titulación.
No fue difícil acceder a él, está disponible en YouTube. Es uno de los trabajos artísticos más entrañables, de mayor calidad y más conmovedores que he visto. Me llevó al borde de las lágrimas, si hubiera durado 10 segundos más seguramente habría tropezado con ese borde.
Pero, en este escrito no me ocuparé de reseñar el impecable trabajo audiovisual de esos dos jóvenes, ni la maravillosa historia de amor que me recordó lo estúpido que me vuelvo al estar enamorado; de lo que me ocuparé en esta columna, es del odio.
Los comentarios que leì tras ver el corto, me recordaron que vivo inmerso en una sociedad que está siempre dispuesta al odio, siempre dispuesta a odiar al diferente, siempre dispuesta a odiarme a mí; no por lo que he hecho, no por mi escaeces de calidad intelectual, no porque les haya ofendido directamente, sino simplemente por quien soy yo. Me sumergí en una pequeña reflexión, y recordé que justamente el primer recuerdo claro que tengo de un sentimiento sincero provocado por mí en otra persona es el odio. Recuerdo perfectamente estar jugando, mientras escuché en la voz de uno de mis tíos reprocharle a mis padres el que me dejaran jugar con peluches, «ese chamaco va a ser puto», recuerdo las palabras exactas; como fueron dibujadas por esa inconfundible voz que caracteriza al odio, esa voz de color negro, que flota espesa en el aire, y te rodea mofándose de ti, rosándote con su ardiente toque para golpearte finalmente hasta tirarte al suelo. Tengo perfectamente claro el gélido encuentro entre esa oscura voz gelatinosa y mi corazón. No sabía, en ese momento lo que era ser «puto», pero no importaba, conocía perfectamente el dolor, el odio, me sabía diferente.
Ese recuerdo, me hizo navegar por Internet y encontrarme con cientos de casos en los últimos dos años en los que chicos muy jóvenes, se han quitado la vida por el odio, un odio que no sólo reciben en la calle, en los foros de Internet, en las iglesias, un odio que va mas allá de esa oscura y espesa voz que los persigue por la calle, me refiero a un odio que siempre, siempre comienza en nuestras casas, un miedo que surge al mirar la angustia en los ojos de una madre cuando le mencionan la posibilidad de que su hijo sea gay o su hija lesbiana, esa tristeza que se manifiesta en una voz azul pálido saliendo de su boca cuando te dice que te quiere sin importarle que seas gay.
Recordé la responsabilidad que tengo, lo que emana a partir de la posición que asumo al decidir arrancar mi tendencia sexual del simple plano sentimental y sexual para elevarla a un nivel político, utilizarla como parte de mi ser socio-político que interviene en mi relación con el mundo y no únicamente en mi relación con quien comparto la cama o la vida. Este artículo es parte de esa responsabilidad, es parte de mi muy pública salida del armario, es la oficial. La primera vez que declaro ser gay, más allá de la previa posición tomada a partir de que simplemente viviría mi vida y hablaría de mis parejas y de los chicos que me gustan, pero sin la necesidad de declarar que soy gay. Hoy cambié de parecer, de posición a partir de un incidente vivido hoy mismo, en el marco de mi participación en la Feria Internacional del Libro del Zócalo, tras llevarme muy bien con una señora que alabó varias veces mi inteligencia, mi amabilidad y mi «éxito» al tener la posición de responsabilidad que tengo. La vi reprimir, con ira, la conducta afeminada de su hijo, tras lo que me dijo «Ojalá no me salga maricón», generando en mí una respuesta involuntaria e inmediata «¿Yo soy gay señora, tiene eso algo de malo?» su odio se convirtió en vergüenza. Vi también que los apenados ojos de su hijo, Alex, se llenaron de luz y movió la boca diciendo «gracias» en silencio. Todo ello revivió en mí, este sentido de responsabilidad no de ser sólo yo públicamente, sino de serlo escandalosamente, ante una sociedad siempre dispuesta a odiarme, a arrebatarme cada centímetro de libertad que esté dispuesto a cederle.
Sigamos siendo valientes.