No se si por moda, pero hace muchos años, los entonces venteañeros solíamos decir que ni de chiste llegaríamos a cumplir 40 años: “Antes muertos, que viejitos”. Decíamos que preferíamos suicidarnos que volvernos decrépitos… La misma frase con la misma intención, sigue en uso con ligeras adaptaciones generacionales y pese a todo, aquí estamos.
Para muchos hombres gay, el sueño de no rebasar la línea de los cuarentaytantos se volvió realidad, aunque casi en ningún caso de manera glamorosa, gracias al SIDA que diezmó nuestra población.
No sé qué porcentaje, pero tal vez… ¿la quinta parte?… ¿la tercera?… ¿la mitad?… de los compañeros de ruta de aquel entonces, se quedaron en el camino. A los que pudimos, los lloramos, a otros los extrañamos pero, y los que nos quedamos?
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A partir de nuestra “liberación” (o el libertinaje de los años 80), quienes aún estamos aquí aprendimos a permanecer joviales y guapos, o por lo menos a meter la panza y disimular un poco la arruga, porque como generación creamos un monstruo que terminó por devorarnos: el culto a la juventud que se transformó en efebocracia y que no es exclusiva de las orientaciones no heterosexuales.
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Fue tan divertido, tan terrible, tan vívido, tan inconsciente y tan veloz, que nunca notamos que el tiempo estaba pasando y después de todos estos años, lo más conveniente (y congruente) sería aceptar una realidad ineludible: Nos estamos transformando en viejos.
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Antes de gritar y lamentarnos, lo primero que debemos hacer es arrancarle a la palabra “viejo”, ese significado despectivo que señala aquellas cosas o personas que ya han cumplido con su vida útil y vigencia, y transformarla como lo hicimos con la palabra “puto” y otras tantas, en motivo de orgullo, en este caso, tras comprender el gran potencial que tiene el hecho de envejecer.
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Sin que sepamos cómo ni cuándo, llega un día en donde nos levantamos por la mañana y nos damos cuenta de que no todo lo nuestro se levantó con nosotros: se miran las lonjitas, las canas, las arrugas, la panza y esas señales que creímos que tendríamos siempre bajo control, hasta que un día, cansados de controlar, soltamos y tras grito, el pánico y el horror, nos comienzan a caer muchos veintes: la frase jovial de “No importa de dónde vienes, sino a dónde vas”, se convierte en una verdad radicalmente distinta.
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Y si, ¿a dónde vamos?, y no sólo eso: ¿desde dónde?
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Pasaron ya los tiempos en que nos divertía ir al antro, donde ligar era el pasatiempo y acumular ligues, el premio. Hemos vivido tanto y de tal manera, que necesitamos hablar, charlar, analizar, debatir, sonreír, reír, reír mucho y ocasionalmente derramar alguna que otra lagrimita. Ya el estar metidos entre la chiquillada rodeados de millones de decibeles y cubetadas de alcohol barato nos produce una güeba voraz, y entonces surge la pregunta: ¿dónde hay sitio para nosotros?
Los espacios de diversión y embrutecimiento han sido tomados por los jóvenes, quienes son mucho mejor mercado que nosotros (y mucho menos exigente) y las personas (hombres y mujeres) de ciertas edades, ya no tenemos, salvo alguna cafetería, lugares de ambiente para encontrarnos, para conocernos o reconocernos), para charlar y recrear los fragmentos muchos de nuestras vidas que van quedando en el olvido y que, lejos de ser meramente recuerdos, nos permiten planear y diseñar nuevos tiempos, espacios y posibilidades para ser y estar porque algo que me queda muy claro, es que esto está muy lejos de terminar.
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Gracias a los avances en el campo de las medicinas (la alópata y las alternativas con todas sus implicaciones) y de la ciencia en general, somos una generación destinada a vivir muchos más años que las generaciones que nos precedieron y eso implica que, hablando de edad, el 90 podrá verse muy bonito sobre nuestro pastel de cumpleaños y no necesariamente implicaría estar llegando al final.
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Pero ello trae algunas complicaciones, porque si bien hemos aprendido a cuidar medianamente nuestra salud y nuestros hábitos, para muchos, 90 implica duplicar todos los años que llevan vividos hasta ahora: ¿Qué planeamos a hacer en todo ese tiempo?
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Muchas “personas mayores” (para ser políticamente correctos) del colectivo LGBT+ viven hoy realidades muy poco deseables: abandono, aislamiento, hostilidad, limitaciones hacia su sexualidad, soledad y otras situaciones que es urgente corregir, no porque debamos ser muy caritativos, sino porque necesitamos pavimentar nuestra pista de aterrizaje.
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Es claro que si las poblaciones de edades avanzadas (en general) están en estas condiciones, es porque no hay mucho interés por parte de las autoridades ni de la sociedad por hacer algo que mejore sus condiciones de vida.
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Para nosotros, generación “baby-boomers” (nacidos entre 1945 y 1962) y “Generación X” (nacidos entre 1963 y 1985), el panorama se puede poner peor por el aumento en la curva de población y la crisis del capital: seremos más y con menos atenciones.
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Por todos lados se mira un panorama solitario y desolador a menos que consigamos darle la vuelta y transformarlo en oportunidades… ¿Será posible?
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Considero que sí, pero debemos comenzar desde ahora a trabajar en los muchos rubros que nos debemos procurar: salud preventiva, espacios de esparcimiento, vivienda (de preferencia en comunidad o con cierta cercanía), facilidades de transporte y seguridad financiera son sólo algunas de ellas. ¿Lo lograremos?