El PRI perdió Tamaulipas desde el 29 de junio de 2010, cuando al siguiente día del asesinato de Rodolfo Torre Cantú, consideraron que el mejor plan de acción era colocar a su hermano como candidato sustituto, sin que la figura del suplente estuviera presente en algún momento de la campaña.
El PRI perdió cuando Egidio Torre Cantú aceptó tal candidatura, por honor de su familia o por cumplir compromisos políticos o por lo que sea, sin tenerlas mínimas capacidades para gobernar el estado.
El PRI perdió desde entonces porque antes que intentar cancelar las elecciones por el clima de inseguridad que se vivía (y se vive) o quedarse sin candidato, optó por la opción cortoplacista, populachera y desmemoriada de convertir el funeral de su candidato en el primer y último acto de campaña de Egidio, materializado como fruto del nepotismo priista para no perder la elección.
El PRI perdió porque ensanchado en el poder local dentro de la estructura del estado por más de 80 años, dejó que la corrupción estrechara los nexos entre el crimen organizado y su aparato de gobierno y al sostener al segundo ha fortalecido al primero, al grado que son, hoy en día, inseparables.
Sin transparencia, sin rendición de cuentas, sin seguridad y justicia, sin libertad de expresión, sin derechos para la población LGBT, ni crecimiento económico, Tamaulipas es un gran estado fallido, una tierra sin ley.
Felicito a todos mis amigos y amigas que consideraron que la alternancia era mejor que echarse otros seis años de priismo. Como dijo el Filósofo de Estación Manuel, Tamaulipas, «No hay mal que dure 86 años, ni tamaulipeco que lo aguante».
Pero no nos engañemos, la alternancia, aunque garantiza que las estructuras de poder corruptas se debiliten, no asegura que las prácticas de corrupción no vuelvan al gobierno, pues éste se conforma por ciudadanos y somos nosotros, no los partidos a quienes toca supervisar el ejercicio de las funciones públicas. Erradicar la corrupción es asunto de los tamaulipecos y ahí sí nos falta un chingo.